Todo iba muy bien, los niños recogían sus caramelos y vibraban con sus aterradores disfraces. Los no tan niños nos preparábamos para disfrutar de una estupenda noche de fiesta. Todos, unos y otros, íbamos a disfrutar de Halloween al máximo. Ninguno de nosotros pudo ni supo sospechar que nos aguardaba la madrugada zombi.
Nadie sabe como pasó, pero según iba transcurriendo la noche todo se iba transformando. Los niños ya no estaban. El ambiente se iba cargando: el ruido de mil conversaciones a la vez, la música estridente, una mezcla de humos de todos los olores y una oscuridad rota por destellos cegadores de mil colores; las bebidas ya no sabían y solo rompían la garganta un poco más; la razón se nublaba y los fantasmas aparecían sobre cada uno de nosotros.
Sin darnos cuenta la noche Halloween había terminado y ya estábamos inmersos en la madrugada zombi. En aquél momento supe que volver a casa con bien era prácticamente imposible. Los amigos y conocidos de la fiesta estaban irreconocibles, deambulaban sin control y murmuraban cosas como «tragotrago, jubata, güisji, solunculínmás, nodevayas, vengalaultima» y otros sonidos guturales irreconocibles mientras me tocaban y estiraban de mi ropa.
No recuerdo bien como lo conseguí pero esta mañana he despertado en mi casa, tirado en el suelo del baño, con la boca pastosa y el aliento de un zombi. El dolor de cabeza a duras penas me ha dejado entender que fui atacado por los zombis. Aún no sé si me repondré del todo pero prometo no volver a caer en la madrugada zombi.
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C./